Presentación


















Rodolfo Elizalde nace en Bahía Blanca el 7 de Octubre de 1932. Hijo de Angélica Haydée Foresi y Rodolfo Elizalde, luego hermano mayor de Carlos Alberto Elizalde.

Finaliza sus estudios secundarios en 1949 y se establece en Rosario, cuidad a la que arriba para estudiar ingeniería.

En 1958, ya desechado ese viejo propósito comienza a estudiar pintura con Juan Grela, con quién aprende dibujo, pintura y grabado hasta iniciado los años ’60.

En 1962 se casa con Edith Busleiman y tiene dos hijos, Martina y Ramiro.

Actualmente tiene 6 nietos; Santiago, Carla y Luciana, por el lado de su hija, y María Eugenia, Nicolás e Ignacio, por el lado de su hijo.




















...Tal como ocurre con las infinitas formas que la vida reviste en la naturaleza-lo que, a mi modo de ver, es el ejemplo mas palmario de “variedad en la unidad”- toda la obra de Elizalde pareciera asentarse sobre un substrato común, rudo y vigoroso, reflexivo y austero- esto es, expurgado de toda cosmética-, y esta suerte de “honradez militante” impregna, tanto sus múltiples y sentidas comuniones con la naturaleza, como esa prolongada saga -tan conocida- de sus paisajes urbanos, inspirados, no en la metrópoli agitada y ruidosa, sino en el melancólico, adormilado y proletario entorno barrial...

...Pero lo que quizá mas sobrecoja, a quién tenga el raro privilegio de de contemplar “en bloque” esta vasta pesquisa de sí mismo y del mundo que Elizalde emprendió- y arriesgó y meditó y corrigió- a lo largo de más de cuatro décadas, es lo que yo llamaría (por llamarlo de alguna manera) la paradójica “presencia-ausencia” de la criatura humana...



















Uno se siente movido a pensar que Rodolfo intuyó- no planteándoselo como problema filosófico, sino a través de su entrega incondicional a la reflexión y la elaboración plásticas-, que el antropocentrismo es tan solo un fraude henchido de arrogancia, porque el de la vida es un río único e indivisible que recorre indistintamente las venas del hombre, las de la rama de la preñada de brotes, y hasta -¿ por qué no?- las venas de ese ladrillo que. Pese a su aparente rigidez y uniformidad, no es sino una danza de átomos, tan mudable como la Vía Láctea.

(Es toda una profesión de fe el hecho de convertir en protagonistas de un cuadro al reflejo que ingresa por una persiana destartalada, al muro que se escorza de golpe, transformándose en una muralla inexpugnable, o a unos higos maduros que, goteantes, despilfarran el don de su ambrosía).






















La fugacidad de su etapa geométrica, pareciera venir a corroborar que, si bien para Elizalde la pintura es motivo de permanente introspección y análisis, entre darse a la especulación abstracta o tomarle el pulso al mundo circundante-prefiere atender al llamado del segundo: tal vez sea por eso que sus geometrías sesentistas sugieren tanta especialidad, o rehúyen la frígida perfección técnica para que cada línea registre la inconfundible impronta del pincel que la torna visible.

Y por fin la irrupción de la cuidad como tema- o para ser más precisos, la morosa epifanía “del barrio”- entroncando la producción de este Rodolfo Elizalde contemporáneo, con precedentes tan memorables y significativos como los de Salvador Zaino, Tito Benvenuto o Santiago Minturn Zerva.

Claro que la cuidad de Elizalde, que primero tuvo la lisura aterciopelada de la témpera, y más tarde la untuosa rugosidad del óleo, es una “cuidad refugio”- y también muralla, y luz que se entrevé a través de la persiana cerrada, y traviesa chimenea que,¡inobediente!, desafía la tensa oblicuidad del techo de chapa-, para que en esa ciudad “sin Hombres”, los hombres sepulten sus avaricias, sus odios, sus terrores y sus iniquidades.

Porque si es verdad que fuimos concebidos a “imagen y semejanza” de alguna inteligencia superior, o para decirlo en términos menos sobados, si somos un microcosmos que en su finitud resume todas las perfecciones del cosmos infinito, ¿ que mejor forma de retratar los estragos de la sangrienta dictadura que sojuzgó últimamente a la argentina, que desterrando de un universo pictórico la imagen del hombre? Un muro de cemento es mucho mas “humano”- en el sentido de ser una armónica coreografía de moléculas que el disonante cerebro de un genocida.





















(Se trata de la fachada de una típica casa de barrio abandonada, con el ingreso clausurado por una gran chapa y las paredes “blanqueadas”, tal vez en el mismo sentido que en las escrituras Jesús compara a los fariseos con “sepulcros blanqueados”, que por fuera “se muestran hermosos”, mas dentro están llenos de huesos de muertos y de toda suciedad)

Como siempre, la tersura de la témpera precedió al rico empaste de óleo, peor esta explosivo advenimiento del campo- o mejor dicho, de su silvestre botánica- que tiene su ubicación a lo largo de los años 90, inaugura un bucólico y amable intercambio entre el pintor y esos “yuyos amarillos” que –como él mismo afirma- “tienen nombre propio, como las gallinas” (sic), y cuya lucha por la supervivencia no es ni más ni menos cruenta que la de cualquier ciudadano en cualquier gran ciudad.

Frente al agreste seducción del campo, el enfoque de Elizalde engloba, desde la acusada perspectiva de una “Tierra arada” con una línea de horizonte muy alta-, hasta el serpenteante arabesco de un solitario limonero, que en medio de una atmósfera azulada, pareciera homenajear a Augusto Schiavoni, y desde la monumental pila de leña (cuyo destino utilitario le recuerda a su autor a la lapidaria expresión de “ no servir ni para leña”), hasta una serie de grandes pinturas dedicadas a celebrar el portentoso brotar de una higuera en la localidad de San Jerónimo. Este notable conjunto de cinco piezas de gran formato, denominado “Los brotes de la higuera”, confirma una vez más la multiplicidad de recursos expresivos con que cuenta el artista, que no vacila en sugerir en uno de los cuadros la figurada preñez de un tronco, y que luego combina representaciones más o menos realistas con una versión sobre un homogéneo fondo amarillo, en que las formas naturales han sufrido una estilización poco menos que caligráfica.
















Las propuestas mas recientes- libres, osadas, aligeradas de todo preconcepto y de todo lastre académico- oscilan entre las flores de proporciones colosales- esto es, que hiperbólicamente transgreden su escala real-, y los pequeños bodegones. Flores como menhires- pimpollos fosilizados, que parecieran ser vestigios de alguna era primordial, de gigantes-, y naturalezas muertas de reducido tamaño en las que se alteran los limones azules-azules como los azules del libro de horas del duque de Berry- con frutos de madera, y los higos rojos o verde- guardianes siempre de un legado de promisoria dulzura- con un par de herraduras oxidadas, o con el fleje de un viejo balde despanzurrado.

Si no recuerdo mal, fue Paul Éluard el que acuñó la frase- tan celebrada últimamente que hasta la he visto reproducida en un graffiti,- “Hay otros mundos, pero en éste”.

Y el privilegio de poder leer los mensajes cifrados de otros mundo, en ese “yuyo amigo” que crece cercano a nuestra planta, solo se adquiere al cabo de mirar el mundo (durante casi medio siglo) con ojos de artista.


Rubén Echagüe; fragmentos del texto "Otros Mundos", incluidio en el libro "Rodolfo Elizalde 45 años de pintura".




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